El Papa Francisco recordaba el pasado domingo durante su intervención del Ángelus, el Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma, la transfiguración de Jesús, un pasaje ligado al anuncio de su Pasión y que aclara la misión de todo cristiano en el mundo. “Jesús había anunciado que, en Jerusalén, sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte”, decía el Papa. Esto hace que, para sus discípulos, “la imagen de un Mesías fuerte y triunfante entra en crisis, sus sueños se hacen añicos, y la angustia los asalta al pensar que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores”.
Es en este contexto cuando Jesús se llama a Pedro, Santiago y Juan y los lleva consigo a la montaña, “y les muestra lo que sucederá después, la Resurrección”. Se trata de una anticipación y “una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil —y muchos de vosotros sabéis lo que es pasar por una prueba difícil—, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra”.
Y es inevitable que nos sintamos asustados ante los grandes enigmas de “la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de la fe, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla”. Es en estos momentos, dice el Papa Francisco, cuando “necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo. También nosotros estamos llamados a subir al monte”.
La afirmación de Pedro sobre lo bueno de estar allí, durante la transfiguración, no debe convertirse en pereza espiritual, advierte el Papa: “No podemos quedarnos en el monte y disfrutar solos de la dicha de este encuentro. Jesús mismo nos devuelve al valle, entre nuestros hermanos y a nuestra vida cotidiana”. Porque “rezar nunca es escapar de las dificultades de la vida; la luz de la fe no es para una bella emoción espiritual. No, este no es el mensaje de Jesús”. Todo cristiano está llamado “a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla brillar en todas partes. Encender pequeñas luces en el corazón de las personas; ser pequeñas lámparas del Evangelio que lleven un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano”.