viernes, 5 de febrero de 2021

Que la Iglesia sea y cumpla su misión

Recogemos un fragmento del interesantísimo texto que el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Caízares, pronunció la semana pasada con respecto a la misión de la Iglesia:

Tenemos la grave responsabilidad de arrimar el hombro y de trabajar, con la ayuda de Dios y de todos para alcanzar el bien común, en medio de la pandemia que nos aflige de manera persistente, con la secuencia de las crisis que a ella están acompañando: sanitaria, social, cultural, económica y política.

Estos momentos son muy fáciles las críticas y el esperar agazapados los errores del contrario para darle el zarpazo. Ese futuro nos reclama a todos edificar sobre la base de la concordia, que es lo más hermoso de la Transición y lo que la constituye, edificar sobre roca firme, la de la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, y no sobre las arenas movedizas del relativismo o del engaño que son incapaces de sostener un edificio ante las tormentas y borrascas de las dificultades apremiantes.

A los cristianos nos corresponde ser Iglesia y no callar ni guardarnos para nosotros, como el empleado holgazán de la parábola, este denario que se nos ha dado para compartirlo con los demás: aportar lo que somos y tenemos con libertad, obedeciendo a Dios antes que a los hombres, confiando en Él, fundamento y roca firme. Sencillamente dar a Jesucristo, que se transforme en nosotros en alimento de vida y en luz, conocerlo en su verdad válida para todos y seguirlo. Sólo así contribuiremos a la renovación de la Iglesia y de la sociedad. Hay muchos ruidos que nos impiden escucharlo, se interponen muchos bultos y muchas sombras ante las cuales nuestra mirada se siente impotente para verlo.


Es hora de no encerrarse en los espacios tranquilos de nuestros edificios seguros. Es hora de «salir», como en Pentecostés, y dar testimonio valiente y confiado de Jesucristo y mostrar el hombre nuevo, la humanidad que en Él se les ofrece, para que cambien su corazón y su mentalidad. Todo puede ser de otra manera, si vivimos en la confianza de que para Dios nada hay imposible, pero hay que ponerse a ello sin aparcar la fe.

Es hora de anunciar el Evangelio del Reino de Dios, de recomponer el tejido de nuestras comunidades eclesiales, de una sociedad nueva donde la fe no sea arrinconada ni desechada como algo inútil e inoperante, lo más provechoso para el hombre, su gran esperanza.

Vivimos unos momentos muy importantes, creo firmemente que la Iglesia puede y debe ofrecer la luz que en ella está presente, Jesucristo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. No es el sol, sino como gustaban decir antiguos padres de la Iglesia, es la luna que recibe la luz del sol, Cristo, y que alumbra y guía en la noche. Esta es la misión de la Iglesia, siempre y ahora también: ser luz, iluminar, alumbrar y guiar los pasos de la humanidad. Esto no es arrogancia ni menosprecio o minusvaloración de nadie ni de ninguno. Esto es amor y respeto a todos, sin exclusión, y como el Señor, el Siervo, pasa por el mundo haciendo el bien, trayendo y sembrando concordia y reconciliación, difundiendo semillas de Evangelio y de fe en el mundo, trayendo amor, paz y perdón, trayendo sobre todo a Dios, y no olvidarlo.

La Iglesia, ante tantos problemas, no tiene otra respuesta que Jesucristo que se inclina para curar y no pasar de largo de cualquiera herido y fuera del camino por donde pasa el resto, en solidaridad sin fisuras. Así planta en la tierra la misericordia, que va más allá de la justicia. Nos muestra de este modo que ni los propios intereses, ni el poder son lo que nos da firmeza de progreso y desarrollo, sino la capacidad de amor y misericordia.

La Iglesia mira con la misma ternura y con la misma libertad con la que mira y actúa Jesucristo, que no es otra que la libertad para amar. La Iglesia les abre a la esperanza de que todas las cosas pueden empezar siempre de nuevo y de reemprenderse el camino que tiene en Dios una meta cierta. La Iglesia está para decirles a los hombres: «Hay un Dios que te pensó y te dio la vida, que te ama personalmente y te encomienda el mundo; que suscita el deseo de libertad y el deseo de conocer, que quiere la dignidad de todo hombre».

Esto es lo que la Iglesia, nacida para servir, para «salir» y ser enviada en favor de todos los hombres, ofrece a quien quiera escucharla. Nada más. Y esto, que es manifestar toda justicia y lo que Dios quiere en su infinita benevolencia, lo hace como su Señor, el Siervo de Yahvé: «No gritará, no clamará, ni voceará por las calles,….». Que no impidamos esa Iglesia y que dejemos que la Iglesia sea lo que es. Ahí su contribución al futuro y el progreso. ¿A quién daña esto? A ninguno, y sin embargo, a todos salva y ofrece esperanza en esta horas difíciles.