Anticipamos algunos extractos
del libro-entrevista de Gianni Valente con el Papa, al final del Mes Misionero
Extraordinario, donde el Santo Padre insiste en que “la Iglesia o es anuncio o
no es Iglesia”. El volumen, publicado por Librería Editorial Vaticana y San
Pablo, esta disponible desde el 5 de noviembre.
“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se
encuentran con Jesús”. Este es el comienzo de la Exhortación apostólica
Evangelii gaudium, publicada por el Papa Francisco en noviembre de 2013, ocho
meses después del Cónclave que lo eligió Obispo de Roma y Sucesor de Pedro. El
texto programático del pontificado invitaba a todos a volver a sintonizar todo
acto, reflexión e iniciativa eclesial “sobre el anuncio del Evangelio en el
mundo actual”. Casi seis años más tarde, para este octubre de 2019 que acaba de
terminar, el Pontífice llamó al Mes Misionero Extraordinario y, al mismo
tiempo, convocó en Roma a la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos dedicada
a la Región Amazónica, con la intención de sugerir también nuevas formas de
proclamar el Evangelio en el “pulmón verde”, atormentado por la explotación
depredadora que viola e inflige heridas “a nuestros hermanos y a nuestra
hermana tierra” (Homilía del Santo Padre para la misa de clausura del Sínodo
para la Región Panamazónica).
Durante este tiempo, el Papa Francisco difundió en su magisterio insistentes
referencias a la naturaleza propia de la misión de la Iglesia en el mundo. Por
ejemplo, el Pontífice ha repetido muchas veces que el anuncio del Evangelio no
es “proselitismo”, y que la Iglesia crece “por atracción” y “por testimonio”.
Es una constelación de expresiones, todas ellas destinadas a dar señales acerca
de cuál es el dinamismo propio de toda obra apostólica y cuál puede ser su
fuente.
De todo esto y mucho más habla el Papa Francisco en el libro-entrevista
titulado «‘Sin Él no podemos hacer nada’. Una conversación sobre ser misioneros
en el mundo de hoy». La Agencia Fides ofrece un avance de algunos extractos.
Usted ha contado que de joven quería ser misionero en Japón. ¿Se puede decir
que el Papa es un misionero frustrado?
No lo sé. Me uní a los jesuitas porque me llamaba la atención su vocación
misionera, su constante ir hacia las fronteras. Entonces no pude ir a Japón.
Pero siempre advertí que anunciar a Jesús y su Evangelio implica siempre un
cierto salir y ponerse en camino.
Usted siempre repite: “Iglesia en salida”. La expresión es reutilizada por
muchos y, a veces, parece haberse convertido en un eslogan manoseado, a
disposición de aquellos que, cada vez más, dedican su tiempo a dar lecciones a
la Iglesia sobre cómo debe o no debe ser.
“Iglesia en salida” no es una expresión de moda que yo me inventé. Es el
mandato de Jesús, que en el Evangelio de Marcos pide a los suyos que vayan por
todo el mundo y prediquen el Evangelio “a toda criatura”. La Iglesia o es “en
salida” o no es Iglesia. O está en el anuncio o no es la Iglesia. Si la Iglesia
no sale, se corrompe, se desnaturaliza. Se convierte en otra cosa.
¿En qué se convierte una Iglesia que no anuncia y no sale?
Se convierte en una asociación espiritual. Una multinacional para lanzar
iniciativas y mensajes de contenido ético-religioso. Nada malo, pero no es la
Iglesia. Esto es un riesgo para cualquier organización estática en la Iglesia.
Se termina por domar a Cristo. Ya no das testimonio de aquello que hace Cristo,
sino que hablas en nombre de una cierta idea de Cristo. Una idea poseída y
domesticada por ti. Tú organizas las cosas, te conviertes en el pequeño
empresario de la vida eclesial, donde todo sucede según un programa
establecido, es decir, solo para ser seguido según las instrucciones. Pero el
encuentro con Cristo no vuelve a ocurrir. El encuentro que te había tocado el corazón
al principio ya no se repite.
¿Es la misión en sí misma un antídoto contra todo esto? ¿Basta la voluntad y el
esfuerzo de “salir” en misión para evitar estas distorsiones?
La misión, la “Iglesia en salida”, no son un programa, una intención que se realiza
con el esfuerzo de la voluntad. Es Cristo quien hace que la Iglesia salga de sí
misma. En la misión de anunciar el Evangelio, te mueves porque el Espíritu
Santo te empuja y te lleva. Y cuando llegas, te das cuenta de que Él ha llegado
antes que tú, y te está esperando. El Espíritu del Señor ha llegado antes. Él
se adelanta, también para preparar tu camino, y ya está trabajando.
En un encuentro con las Obras Misionales Pontificias, usted sugirió que leyeran
los Hechos de los Apóstoles, como texto habitual de la oración. El relato de
los comienzos, y no un manual de estrategia misionera “moderna”. ¿Por qué es
eso?
Los protagonistas de los Hechos de los Apóstoles no son los apóstoles. El
protagonista es el Espíritu Santo. Los Apóstoles lo reconocen y dan fe de ello
primero. Cuando comunican a los hermanos de Antioquía las indicaciones
establecidas en el Concilio de Jerusalén, escriben: “Hemos decidido, el
Espíritu Santo y nosotros”. De hecho, ellos reconocían con realismo que era el
Señor quien añadía diariamente a la comunidad “aquellos que se salvaban”, y no
los esfuerzos de persuasión de los hombres.
¿Y ahora es como entonces? ¿No ha cambiado nada?
La experiencia de los apóstoles es como un paradigma válido para siempre. Basta
pensar en cómo en los Hechos de los Apóstoles las cosas suceden libremente, sin
forzarlas. Es una trama, una historia de hombres en la que los discípulos
siempre llegan en segundo lugar, siempre vienen después del Espíritu Santo que
actúa. Él prepara y trabaja los corazones. Altera sus planes. Es él quien los
acompaña, los guía y los consuela en todas las circunstancias que se encuentran
viviendo. Cuando llegan los problemas y las persecuciones, el Espíritu Santo
también actúa allí, de una manera aun más sorprendente, con su solaz, con sus
consuelos. Como sucede después del primer martirio, el de san Esteban.
¿Qué sucedió entonces?
Comenzó un tiempo de persecución, y muchos discípulos huyeron de Jerusalén,
fueron a Judea y Samaria. Y allí, mientras estaban dispersos y fugitivos,
comenzaron a proclamar el Evangelio, aunque estaban solos y no estaban con
ellos los apóstoles, que se habían quedado en Jerusalén. Son bautizados, y el
Espíritu Santo les da el coraje apostólico. Allí vemos por primera vez que el
bautismo es suficiente para convertirse en anunciadores del Evangelio. La
misión es esa cosa de ahí. La misión es Su obra. Es inútil ponerse nervioso. No
necesitamos organizarnos, no necesitamos gritar. No sirven trucos ni
estratagemas. Solo sirve pedir que podamos rehacer hoy la experiencia que te
hace decir: “Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros”.
Y si no existe tal experiencia, ¿qué sentido tienen las llamadas a la
movilización misionera?
Sin el Espíritu, querer hacer la misión se convierte en otra cosa. Se convierte,
diría yo, en un proyecto de conquista, la pretensión de una conquista que
realizamos nosotros. Una conquista religiosa, o quizás ideológica, quizás
también hecha con buenas intenciones. Pero es otra cosa.
Citando al Papa Benedicto XVI, usted repite a menudo que la Iglesia crece por
atracción. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Quién atrae? ¿Quién es atraído?
Jesús lo dice en el Evangelio de Juan. “Cuando sea levantado de la tierra,
atraeré a todos hacia mí”. Y en el mismo Evangelio dice también: “Nadie viene a
mí si el Padre que me envió no lo atrae”. La Iglesia siempre ha reconocido que
esta es la forma propia de todo movimiento que acerca a Jesús y al Evangelio.
No una convicción, un razonamiento, un tomar conciencia. No una presión ni una
constricción. Siempre es una cuestión de atracción. Ya el profeta Jeremías
decía: “Tú me sedujiste, y yo me dejé seducir”. Y esto es válido para los
mismos apóstoles, para los mismos misioneros y para su trabajo.
¿Cómo ocurre lo que acaba de describir?
El mandato del Señor de salir y proclamar el Evangelio presiona desde dentro,
por amor, por atracción amorosa. No se sigue a Cristo, y menos aun se llega a
ser anunciador de él y de su Evangelio, por una decisión tomada en una mesa,
por un
activismo autoinducido. Incluso, el impulso misionero solo puede ser fructífero
si acontece dentro de esta atracción y la transmite a los demás.
¿Cuál es el significado de estas palabras en relación con la misión y el
anuncio del Evangelio?
Significa que si Cristo te atrae, si te mueves y haces las cosas porque eres
atraído por Cristo, otros lo notarán sin esfuerzo. No hay necesidad de
demostrarlo, y mucho menos de exhibirlo. En cambio, quien se cree protagonista
o empresario de la misión, con todos sus buenos propósitos y declaraciones de
intenciones, a menudo termina sin atraer a nadie.
En la Carta Apostólica Evangelii gaudium, usted reconoce que todo esto puede
“producirnos cierto vértigo”. Como el de alguien que se sumerge en un mar donde
no sabe lo que van a encontrar. ¿Qué cosa busca sugerir con esta imagen? ¿Estas
palabras también se refieren a la misión?
La misión no es un proyecto corporativo ya bien probado. Menos es un
espectáculo organizado para contar cuántas personas participan gracias a
nuestra propaganda. El Espíritu Santo obra como quiere, cuando quiere y donde
quiere. Y esto puede implicar un cierto vértigo. Pero el culmen de la libertad
descansa precisamente en este dejarse llevar por el Espíritu, renunciando a
calcularlo y controlarlo todo. Es precisamente en esto que imitamos al mismo
Cristo, que en el misterio de su resurrección aprendió a descansar en la
ternura de los brazos del Padre. La misteriosa fecundidad de la misión no
consiste en nuestras intenciones, nuestros métodos, nuestros impulsos y
nuestras iniciativas, sino que descansa precisamente en este vértigo: el
vértigo que se siente ante las palabras de Jesús cuando dice: “sin mí no pueden
hacer nada”.
A usted también le gusta repetir que la Iglesia crece “por el testimonio”. ¿Qué
sugerencia busca dar con esta insistencia?
El hecho de que la atracción se hace testimonio en nosotros. El testigo da
testimonio de la obra que Cristo y su Espíritu han realizado realmente en su
vida. Después de la Resurrección, es Cristo mismo quien se hace visible a los
apóstoles. Es él quien hace que ellos sean testigos. Además, el testimonio no
es acerca de los propios actos, se es testigo de las obras del Señor.
Otra cosa que usted repite a menudo, en este caso en clave negativa, es que la
Iglesia no crece a través del proselitismo y que la misión de la Iglesia no es
el proselitismo. ¿Por qué tanta insistencia? ¿Es para salvaguardar las buenas
relaciones con las otras iglesias y el diálogo con las tradiciones religiosas?
El problema del proselitismo no es solo el hecho de que contradice el camino
ecuménico y el diálogo interreligioso. Hay proselitismo en todos aquellos
lugares donde está la idea de hacer crecer la Iglesia, sin la atracción de
Cristo ni de la obra
del Espíritu, centrándolo todo en cualquier tipo de “discurso sabio”. Así que,
como primera cosa, el proselitismo excluye a Cristo mismo de la misión, y al
Espíritu Santo, aun cuando diga que habla y actúa en el nombre de Cristo, de
una manera nominalista. El proselitismo es siempre violento por naturaleza,
incluso cuando se oculta o se ejerce con guantes. No puede soportar la libertad
y la gratuidad con que la fe puede ser transmitida, por gracia, de persona a
persona. Por esta razón, el proselitismo no es solo el del pasado, de los
tiempos del antiguo colonialismo, o de conversiones forzadas o compradas con la
promesa de ventajas materiales. Puede haber proselitismo incluso hoy en día,
incluso en parroquias, comunidades, movimientos, en las congregaciones
religiosas.
Y entonces, ¿qué significa proclamar el Evangelio?
El anuncio del Evangelio significa entregar con palabras sobrias y precisas el
testimonio mismo de Cristo, como lo hicieron los apóstoles. Pero no sirve
inventar discursos persuasivos. El anuncio del Evangelio también se puede
susurrar, pero siempre pasa por la fuerza abrumadora del escándalo de la cruz.
Y sigue siempre el camino indicado en la Carta del apóstol san Pedro, que
consiste simplemente en “dar razón” a los demás de la propia esperanza. Una
esperanza que sigue siendo escandalosa e insensata a los ojos del mundo.
¿Qué identifica al “misionero” cristiano?
Un rasgo distintivo es el de actuar como facilitadores, y no como controladores
de la fe. Facilitar, hacerlo fácil, no ponernos como obstáculos del deseo de
Jesús de abrazar a todos, de sanar a todos, de salvar a todos. No hacer
selecciones, no hacer “aduanas pastorales”. No jugar el rol de los que se ponen
en la puerta para comprobar si otros tienen los requisitos para entrar.
Recuerdo a los párrocos y a las comunidades de Buenos Aires que habían tomado
muchas iniciativas para facilitar el acceso al bautismo. Se habían dado cuenta
de que en los últimos años estaba aumentando el número de los que no eran
bautizados por tantas razones, incluso sociológicas, y quisieron recordar a
todos que el bautismo es algo sencillo, que todos pueden pedir, para sí mismos
y para sus hijos. El camino tomado por esos párrocos y por esas comunidades fue
uno solo: no añadir cargas, no poner reclamos, quitar del medio cualquier
dificultad cultural, psicológica o práctica que pudiese empujar a la gente a
posponer o abandonar la intención de bautizar a sus hijos.
En América, al principio de la evangelización, los misioneros discutían quién
era “digno” de recibir el bautismo. ¿Cómo terminaron esas disputas?
El Papa Pablo III rechazó las teorías de aquellos que afirmaban que los
indígenas eran por naturaleza “incapaces” de aceptar el Evangelio y confirmó la
opción de aquellos que facilitaban su bautismo. Parecen cosas del pasado, pero
aun hoy existen círculos y sectores que se presentan como “ilustrados”,
iluminados, y que también encierran el anuncio del Evangelio en sus lógicas
distorsionadas que
dividen el mundo entre “civilización” y “barbarie”. La idea de que el Señor
tenga entre sus predilectos también muchas “cabecitas negras” los irrita, los
pone de mal humor. Consideran a una buena parte de la familia humana como una
entidad de clase inferior, incapaz, según sus estándares, de alcanzar niveles
decentes en la vida espiritual e intelectual. Sobre esta base se puede desarrollar
un desprecio por los pueblos considerados de segunda clase. Todo esto también
surgió en el Sínodo de los Obispos sobre la Amazonía.
Varios tienden a colocar en clave dialéctica el anuncio claro de la fe y las
obras sociales. Dicen que la misión no debe reducirse al apoyo a las obras
sociales. ¿Es una preocupación legítima?
Todo lo que está en el horizonte de las Bienaventuranzas y de las obras de
misericordia está de acuerdo con la misión, es ya anuncio, es ya misión. La
Iglesia no es una ONG, la Iglesia es otra cosa. Pero la Iglesia es también un
hospital de campaña, donde todos son acogidos, así como son, se sanan las
heridas de todos. Y esto es parte de su misión. Todo depende del amor que mueve
el corazón de quien hace las cosas. Si un misionero ayuda a cavar un pozo en
Mozambique, porque se dio cuenta de que sirve a aquellos a quienes bautiza y a
quienes predica el Evangelio, ¿cómo se puede decir que esa obra está separada
del anuncio?
¿Cuáles son hoy las nuevas atenciones y sensibilidades que hay que ejercer en
los procesos encaminados a hacer fecunda la proclamación del Evangelio en los
diferentes contextos sociales y culturales?
El cristianismo no tiene un modelo cultural único. Como reconoció Juan Pablo
II, «permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio
evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de
tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado». El
Espíritu Santo embellece a la Iglesia con las nuevas expresiones de las
personas y comunidades que abrazan el Evangelio. Así la Iglesia, asumiendo los
valores de las diferentes culturas, se convierte en “sponsa ornata monilibus
suis”, “la novia que se adorna con sus joyas”, de la que habla el profeta
Isaías. Es cierto que algunas culturas han estado estrechamente vinculadas a la
predicación del Evangelio y al desarrollo del pensamiento cristiano. Pero en el
tiempo que vivimos, se hace aun más urgente tener en cuenta que el mensaje
revelado no se identifica con ninguna cultura. Y en el encuentro con nuevas
culturas o con culturas que no han acogido la predicación cristiana, no se debe
tratar de imponer una cierta forma cultural junto con la propuesta evangélica.
Hoy en día, incluso en el trabajo misionero, es todavía más conveniente no
llevar un equipaje pesado.
Misión y martirio. A menudo usted se ha referido al vínculo íntimo que une
estas dos experiencias.
En la vida cristiana, la experiencia del martirio y el anuncio del Evangelio a
todos tienen el mismo origen, la misma fuente: cuando el amor de Dios derramado
en
nuestros corazones por el Espíritu Santo da fuerza, valor y consuelo. El
martirio es la máxima expresión del reconocimiento y de testimonio dado a
Cristo, que representan el cumplimiento de la misión, del trabajo apostólico.
Siempre pienso en los hermanos coptos masacrados en Libia, que pronunciaban el
nombre de Jesús en un susurro mientras eran decapitados. Pienso en las Hermanas
de la Santa Madre Teresa asesinadas en Yemen, mientras cuidaban a pacientes
musulmanes en una residencia para ancianos con discapacidades. Cuando las
mataron, tenían sus delantales de trabajo sobre sus hábitos religiosos. Todos
son vencedores, no “víctimas”. Y su martirio, hasta el derramamiento de sangre,
ilumina el martirio que todos pueden sufrir en la vida diaria, con el
testimonio dado a Cristo cada día. Es lo que se puede ver cuando se visitan las
casas de reposo de misioneros ancianos, a menudo desgastados por la vida que
llevaron. Un misionero me dijo que muchos de ellos pierden la memoria y ya no
recuerdan nada del bien que hicieron. “Pero no importa -me dijo-, porque en
cambio el Señor recuerda esto muy bien”.
AGENCIA FIDES