En la
solemnidad de Pentecostés, el domingo 9 de junio, fue publicado el Mensaje del
Santo Padre para la Jornada Mundial de las Misiones de 2019 que se celebrará el
domingo 20 de octubre en el contexto del Mes Misionero Extraordinarioa convocado
por el Papa con motivo del centenario de la carta apostólica Maximum illud. El
título del mensaje es el mismo que el del Mes Misionero Extraordinario:
Bautizados y enviados. La Iglesia de Cristo en misión en el mundo.
"Queridos hermanos y hermanas:
He pedido a toda la Iglesia
que durante el mes de octubre de 2019 se viva un tiempo misionero
extraordinario, para conmemorar el centenario de la promulgación de la Carta
apostólica Maximum illud del Papa Benedicto XV (30 noviembre 1919). La visión
profética de su propuesta apostólica me ha confirmado que hoy sigue siendo
importante renovar el compromiso misionero de la Iglesia, impulsar
evangélicamente su misión de anunciar y llevar al mundo la salvación de
Jesucristo, muerto y resucitado.
El título del presente mensaje es igual
al tema del Octubre misionero: Bautizados y enviados: la Iglesia de Cristo en
misión en el mundo. La celebración de este mes nos ayudará en primer lugar a
volver a encontrar el sentido misionero de nuestra adhesión de fe a Jesucristo,
fe que hemos recibido gratuitamente como un don en el bautismo. Nuestra
pertenencia filial a Dios no es un acto individual sino eclesial: la comunión
con Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es fuente de una vida nueva junto a
tantos otros hermanos y hermanas. Y esta vida divina no es un producto para
vender —nosotros no hacemos proselitismo— sino una riqueza para dar, para
comunicar, para anunciar; este es el sentido de la misión. Gratuitamente hemos
recibido este don y gratuitamente lo compartimos (cf. Mt 10,8), sin excluir a
nadie. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad, y a la experiencia de su misericordia, por medio de la Iglesia,
sacramento universal de salvación (cf. 1 Tm 2,4; 3,15; Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, 48).
La Iglesia está en misión en el mundo:
la fe en Jesucristo nos da la dimensión justa de todas las cosas haciéndonos ver
el mundo con los ojos y el corazón de Dios; la esperanza nos abre a los
horizontes eternos de la vida divina de la que participamos verdaderamente; la
caridad, que pregustamos en los sacramentos y en el amor fraterno, nos conduce
hasta los confines de la tierra (cf. Mi 5,3; Mt 28,19; Hch 1,8; Rm 10,18). Una
Iglesia en salida hasta los últimos confines exige una conversión misionera
constante y permanente. Cuántos santos, cuántas mujeres y hombres de fe nos dan
testimonio, nos muestran que es posible y realizable esta apertura ilimitada,
esta salida misericordiosa, como impulso urgente del amor y como fruto de su
intrínseca lógica de don, de sacrificio y de gratuidad (cf. 2 Co 5,14-21).
Porque ha de ser hombre de Dios quien a Dios tiene que predicar (cf. Carta
apost. Maximum illud).
Es un mandato que nos toca de cerca: yo soy
siempre una misión; tú eres siempre una misión; todo bautizado y bautizada es
una misión. Quien ama se pone en movimiento, sale de sí mismo, es atraído y
atrae, se da al otro y teje relaciones que generan vida. Para el amor de Dios
nadie es inútil e insignificante. Cada uno de nosotros es una misión en el mundo
porque es fruto del amor de Dios. Aun cuando mi padre y mi madre hubieran
traicionado el amor con la mentira, el odio y la infidelidad, Dios nunca
renuncia al don de la vida, sino que destina a todos sus hijos, desde siempre, a
su vida divina y eterna (cf. Ef 1,3-6).
Esta vida se nos comunica en el
bautismo, que nos da la fe en Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, nos
regenera a imagen y semejanza de Dios y nos introduce en el cuerpo de Cristo que
es la Iglesia. En este sentido, el bautismo es realmente necesario para la
salvación porque nos garantiza que somos hijos e hijas en la casa del Padre,
siempre y en todas partes, nunca huérfanos, extranjeros o esclavos. Lo que en el
cristiano es realidad sacramental —cuyo cumplimiento es la eucaristía—,
permanece como vocación y destino para todo hombre y mujer que espera la
conversión y la salvación. De hecho, el bautismo es cumplimiento de la promesa
del don divino que hace al ser humano hijo en el Hijo. Somos hijos de nuestros
padres naturales, pero en el bautismo se nos da la paternidad originaria y la
maternidad verdadera: no puede tener a Dios como padre quien no tiene a la
Iglesia como madre (cf. San Cipriano, La unidad de la Iglesia católica,
4).
Así, nuestra misión radica en la paternidad de Dios y en la
maternidad de la Iglesia, porque el envío manifestado por Jesús en el mandato
pascual es inherente al bautismo: como el Padre me ha enviado así también os
envío yo, llenos del Espíritu Santo para la reconciliación del mundo (cf. Jn
20,19-23; Mt 28,16-20). Este envío compete al cristiano, para que a nadie le
falte el anuncio de su vocación a hijo adoptivo, la certeza de su dignidad
personal y del valor intrínseco de toda vida humana desde su concepción hasta la
muerte natural. El secularismo creciente, cuando se hace rechazo positivo y
cultural de la activa paternidad de Dios en nuestra historia, impide toda
auténtica fraternidad universal, que se expresa en el respeto recíproco de la
vida de cada uno. Sin el Dios de Jesucristo, toda diferencia se reduce a una
amenaza infernal haciendo imposible cualquier acogida fraterna y la unidad
fecunda del género humano.
El destino universal de la salvación ofrecida
por Dios en Jesucristo condujo a Benedicto XV a exigir la superación de toda
clausura nacionalista y etnocéntrica, de toda mezcla del anuncio del Evangelio
con las potencias coloniales, con sus intereses económicos y militares. En su
Carta apostólica Maximum illud, el Papa recordaba que la universalidad divina de
la misión de la Iglesia exige la salida de una pertenencia exclusiva a la propia
patria y a la propia etnia. La apertura de la cultura y de la comunidad a la
novedad salvífica de Jesucristo requiere la superación de toda introversión
étnica y eclesial impropia. También hoy la Iglesia sigue necesitando hombres y
mujeres que, en virtud de su bautismo, respondan generosamente a la llamada a
salir de su propia casa, su propia familia, su propia patria, su propia lengua,
su propia Iglesia local. Ellos son enviados a las gentes en el mundo que aún no
está transfigurado por los sacramentos de Jesucristo y de su santa Iglesia.
Anunciando la Palabra de Dios, testimoniando el Evangelio y celebrando la vida
del Espíritu llaman a la conversión, bautizan y ofrecen la salvación cristiana
en el respeto de la libertad personal de cada uno, en diálogo con las culturas y
las religiones de los pueblos donde son enviados. La missio ad gentes, siempre
necesaria en la Iglesia, contribuye así de manera fundamental al proceso de
conversión permanente de todos los cristianos. La fe en la pascua de Jesús, el
envío eclesial bautismal, la salida geográfica y cultural de sí y del propio
hogar, la necesidad de salvación del pecado y la liberación del mal personal y
social exigen que la misión llegue hasta los últimos rincones de la
tierra.
La coincidencia providencial con la celebración del Sínodo
especial de los obispos para la región Panamazónica me lleva a destacar que la
misión confiada por Jesús, con el don de su espíritu, sigue siendo actual y
necesaria también para los habitantes de esas tierras. Un Pentecostés renovado
abre las puertas de la Iglesia para que ninguna cultura permanezca cerrada en sí
misma y ningún pueblo se quede aislado, sino que se abran a la comunión
universal de la fe. Que nadie se quede encerrado en el propio yo, en la
autorreferencialidad de la propia pertenencia étnica y religiosa. La pascua de
Jesús rompe los estrechos límites de mundos, religiones y culturas, llamándolos
a crecer en el respeto por la dignidad del hombre y de la mujer, hacia una
conversión cada vez más plena a la verdad del Señor resucitado que nos da a
todos la vida verdadera.
A este respecto, me vienen a la mente las
palabras del papa Benedicto XVI al comienzo del encuentro de obispos
latinoamericanos en Aparecida, Brasil, en el año 2007, palabras que deseo aquí
recordar y hacer mías: «¿Qué ha significado la aceptación de la fe cristiana
para los pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado
conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo,
buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador que
anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber recibido, con las aguas
del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por adopción; haber
recibido, además, el Espíritu Santo que ha venido a fecundar sus culturas,
purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo
encarnado había puesto en ellas, orientándolas así por los caminos del
Evangelio. [...] El Verbo de Dios, haciéndose carne en Jesucristo, se hizo
también historia y cultura. La utopía de volver a dar vida a las religiones
precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un
progreso, sino un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento
histórico anclado en el pasado» (Discurso en la Sesión inaugural, 13 mayo
2007).
Confiemos a María, nuestra Madre, la misión de la Iglesia. La
Virgen, unida a su Hijo desde la encarnación, se puso en movimiento, participó
totalmente en la misión de Jesús, misión que a los pies de la cruz se convirtió
también en su propia misión: colaborar como Madre de la Iglesia que en el
Espíritu y en la fe engendra nuevos hijos e hijas de Dios.
Quisiera
concluir con unas breves palabras sobre las Obras Misionales Pontificias, ya
propuestas como instrumento misionero en la Maximum illud. Las OMP manifiestan
su servicio a la universalidad eclesial en la forma de una red global que apoya
al Papa en su compromiso misionero mediante la oración, alma de la misión, y la
caridad de los cristianos dispersos por el mundo entero. Sus donativos ayudan al
Papa en la evangelización de las Iglesias particulares (Obra de la Propagación
de la Fe), en la formación del clero local (Obra de San Pedro Apóstol), en la
educación de una conciencia misionera de los niños de todo el mundo (Obra de la
Infancia Misionera) y en la formación misionera de la fe de los cristianos
(Pontificia Unión Misional). Renovando mi apoyo a dichas obras, deseo que el Mes
Misionero Extraordinario de Octubre 2019 contribuya a la renovación de su
servicio a mi ministerio misionero.
A los misioneros, a las misioneras y
a todos los que en virtud del propio bautismo participan de algún modo en la
misión de la Iglesia, les envío de corazón mi bendición.
Vaticano, 9 de
junio de 2019, Solemnidad de Pentecostés.
FRANCISCO."
AGENCIA FIDES
|