El Domingo de Ramos que inicia la Semana
Santa nos recuerda que tenemos que estar siempre al lado de Jesús, en su
triunfo y en su sufrimiento, acompañando "los gozos y las esperanzas, las
tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los
pobres y de cuantos sufren".
"Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor,
encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea
continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme
en es de la globalización de la indiferencia" nos decía el Papa Francisco,
en su Mensaje para Cuaresma.
El Domingo de Ramos con la lectura de los
evangelios de la entrada de Jesús en Jerusalén y de la Pasión, nos cuestiona
cuál es el papel que asumimos ante un Dios que nos "ha amado
primero" (1 Jn 4,19), hasta dar la vida por nosotros. El pueblo que
acoge a Jesús con entusiasmo en la entrada del Domingo de Ramos y la gente
que pide su crucifixión en la Pasión son la cara y la cruz de la historia
humana personal y colectiva. "Dios no es indiferente al mundo, sino que lo
ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre";
pero, por desgracia, muchas veces el corazón del hombre si es frío e
indiferente ante la realidad del amor de Dios: "el mundo tiende a
cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el
mundo y el mundo en Él".
"La Iglesia es como la mano que tiene
abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la
celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad
(cf. Ga 5,6)" y, por eso, ya que el mundo muchas veces rechaza a Dios
"la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada,
aplastada o herida". Nada de eso debe disminuir el esfuerzo de la Iglesia
por llevar los hombres y los pueblos a Dios: su tarea es la de ser la mano
tendida de Dios a toda la humanidad. No hay excusas para no cumplir con su misión:
"toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en
relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La
Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma,
sino que es enviada a todos los hombres".
El Papa nos encomienda que "nuestras
parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio
del mar de la indiferencia". Para llegar a serlo es bueno que
examinemos: "En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de
que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que
Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y
pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que
se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro
sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31)".
"La misión es lo que el amor no puede callar":
si esta Cuaresma ha dado su fruto espiritual, si el
amor de Dios ha calado más en nuestros corazones y nuestras comunidades, estaremos
más abiertos y disponibles, más atentos y dispuestos a salir al encuentro de
los demás.
Juan Martínez
OMP España
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