martes, 29 de mayo de 2012

“Nuestro martirio como misioneros es mostrar que no somos los imprescindibles, sino que solo Dios es el Imprescindible”

El jueves 25 de mayo,  fue el último día de las jornadas nacionales de delegados de misiones y directores diocesanos de Obras Misionales Pontificias en Alcalá, los misioneros combonianos Juan Antonio Fraile y Jorge Naranjo expusieron a los participantes un tema de triste actualidad: “Mártires en la Misión”. Se centraron en la relación entre el martirio y la misión que la iglesia ha llevado a cabo en dos contextos concretos: Sudán y la República Democrática del Congo. “Ambos representan un modelo de lo que ha sido la misión en el siglo XX, el más misionero de toda la historia de la Iglesia, si exceptuamos los primeros siglos del cristianismo”, señalaron.


Tras constatar el mal estado de la misión a principios del siglo XIX, examinaron las diversas causas que la impulsaron de nuevo, sobre todo con destino al recién creado Vicariato Apostólico de África Central. Las primeras expediciones misioneras tuvieron un coste humano desproporcionado. 65 misioneros murieron en esta empresa, cuando en la totalidad de África no se contaba con más de 200.
Un joven sacerdote, Daniel Comboni, formó parte de una de aquellas expediciones misioneras marcadas por el signo de la muerte, lo que inspiró su “Plan para la Regeneración de África” que presentaría al Papa. En 1872 Comboni era nombrado responsable del Vicariato de África Central. Su método de penetración y aclimatación más gradual comenzó a dar sus frutos. En 1881 moriría en Jartum.
Ese mismo año un líder sudanés llamado Mohammed Ahmed al-Mahdi uniría a las diferentes tribus árabes del país para luchar contra el gobierno turco-egipcio que dominaba la zona. Se proclamó el enviado divino para instaurar el gobierno de Dios sobre la tierra, que debía imponerse mediante la jihad. Las misiones que había establecido Comboni fueron destruidas y los misioneros capturados. Amenazados de muerte para que se convirtieran al Islam, algunos perdieron la vida, otros permanecieron en prisión durante años.
La llegada en 1898 del gobierno colonial inglés permitió la vuelta de los misioneros, pero sólo se podía anunciar el Evangelio en el sur. Por esta razón, la Iglesia floreció allí con relativa facilidad. En 1956 se proclamó la independencia del Sudán, que entonces comprendía también el sur. “El poder cayó en las manos de una élite árabe musulmana”, explicaba Jorge Naranjo. “La guerra estalló entre el norte y el sur, donde habitaban tribus negras que se sentían marginadas por el poder central y que reaccionaron ante el intento de imposición de una cultura y una religión que les era ajena. La Iglesia pasó a convertirse en un objetivo militar. Decenas de misioneros, sacerdotes diocesanos y catequistas fueron asesinados, algunos tras ser crucificados o despellejados vivos”. En 1962 el Gobierno islámico prohibía la predicación, la catequesis y el bautismo de niños y jóvenes menores de 18 años. En 1964 todos los misioneros que trabajaban en lo que hoy es Sudán del Sur eran expulsados. Solo pudieron permanecer los escasos sacerdotes y religiosos locales.
Miles de personas huyeron y se refugiaron en los países vecinos: Chad, Centroáfrica, Uganda, Etiopia, Kenya y Congo. Algunos misioneros les acompañaron. Pero lo que parecía una gran catástrofe para la Misión, se transformó en un don para las iglesias de los países vecinos, pues vieron cómo llegaban muchos misioneros para ayudar en el anuncio del Evangelio.
Uno de los destinos de los misioneros expulsados fue el Congo. Sin embargo, en 1964 se declaraba la “Rebelión de los Simba”, que provocó grandes matanzas y una de las mayores persecuciones a la Iglesia en África. De nuevo varios misioneros fueron torturados y asesinados, con escalofriantes testimonios. Hubo diócesis en las que fueron asesinados sus obispos y la mayor parte del clero y religiosos y religiosas, así como gran número de catequistas y cristianos. A pesar de todo lo sufrido y de tanta muerte, los misioneros no abandonaron su misión. Al contrario, una vez acabada la rebelión, muchísimos más se presentaron voluntarios para ocupar las plazas dejadas por los caídos.
Juan Antonio Fraile explicaba que “el martirio normalmente, no proviene de una acción espontánea. Es una decisión tomada consciente y voluntariamente mucho tiempo antes. No es que se busque, pero se sabe que puede ser la consecuencia de la fidelidad a la misión encomendada”. Contó su propia experiencia de cómo, en el 2006, en medio de la guerra, su comunidad se planteó si seguir o no. “Pudimos marcharnos huyendo de la guerra, pero juntos decidimos que si Jesús nos había enviado a aquel lugar para vivir con nuestros hermanos congoleños, teníamos que permanecer con ellos en esos momentos de gran inseguridad y violencia. No queríamos morir ni nos considerábamos ‘héroes’, pero éramos conscientes que el dar la vida era unos de los precios con los que ‘se puede pagar’ la misión. Dios no pide a todos la donación de la sangre, pero lo que si nos pide a todos es el ser ‘testigos’ allí donde estemos”. El testimonio dado por tantos mártires provocó que mucha más gente se acercara a Cristo y hoy la República Democrática del Congo es el país con más católicos de África.
Ambos misioneros profundizaron después en la relación entre martirio y misión en zonas de mayoría islámica. Apuntaron como primera nota el esfuerzo educativo, entendido como testimonio. En Sudán, este testimonio de profesionalidad y amor ha posibilitado la presencia de la Iglesia en el campo educativo ininterrumpidamente hasta nuestros días y ha sido un signo, durante los años de guerra civil, de que la convivencia entre sureños y árabes del norte era posible y enriquecedora para ambos. Señalaron cómo aprender el árabe, la cultura, la historia implica un renacimiento que sólo es posible si se ama a aquellos a los que se va a servir. La experiencia de aprendizaje – años de duro estudio - se convierte en testimonio, se convierte en martirio. “La vida se da cada día, en cada decisión, en cada inmersión en una cultura tan diferente de la propia. Es lo que experimentamos los misioneros que trabajamos en territorios de mayoría islámica”.
La conclusión a la que llegaban ambos misioneros era que “nuestro martirio como misioneros es mostrar que no somos los imprescindibles, sino que solo Dios es el Imprescindible. No somos nosotros las ‘Estrellas principales de la película’, somos meros operarios que trabajan detrás de las bambalinas de una obra cuyo director es Dios y cuyo protagonista principal es Jesús. Los actores secundarios son la gente y la Iglesia con la que tenemos que trabajar. Con tal director y actores, seguro que saldrá una obra maestra. Y la recompensa para el misionero por el ‘martirio’ de su vida, será la gran alegría de haber podido participar en ella. Entonces podremos decir con satisfacción: soy un siervo inútil que sólo ha hecho lo que tenía que hacer”.(OMPRESS-MADRID)