«Te damos gracias, Señor, por el don del Concilio. Tú que nos amas, líbranos de la presunción de la autosuficiencia y del espíritu de la crítica mundana. Líbranos de la autoexclusión de la unidad. Tú, que nos apacientas con ternura, condúcenos fuera de los recintos de la autorreferencialidad». Con estas palabras el Papa Francisco ha introducido la invocación final de la homilía pronunciada durante la liturgia eucarística que ha presidido el martes 11 de octubre en la Basílica de San Pedro, con motivo del 60º aniversario del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II.
Durante los últimos 60 años, el último Concilio, uno de los mayores
acontecimientos en la vida de la Iglesia, ha estado al centro de las disputas
de carácter hermenéutico, sobre su naturaleza y sus efectos. Disputas que a
veces corren el riesgo de convertirse en controversias entre los profesionales
del sector, fatalmente expuestos a lo que el Papa Francisco ha definido en su
homilía como «engaño diabólico de las polarizaciones, de los “ismos”».
Lo que impulsaba el Concilio Vaticano II era el deseo de renovar la vida
interior de la Iglesia y también adaptar su disciplina a las nuevas
exigencias para volver a proponer con nuevo vigor su misión en el mundo,
tal y como es hoy. Y si se quiere seguir el camino sugerido por el Vaticano II
para liberar la acción eclesial de la «presunción de la autosuficiencia» y de
los «recintos de la autorreferencialidad», siempre vale la pena mirar los
Documentos Conciliares que surgieron como fruto maduro de aquella gran asamblea
eclesial.
El título y las primeras líneas de la constitución dogmática
conciliar 'Lumen gentium', dedicada a la Iglesia, son iluminadores por su
claridad y sencillez: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto
Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los
hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura con la claridad de Cristo, que
resplandece sobre la faz de la Iglesia». En las primeras palabras de su
documento más importante, el último Concilio reconoce que la Iglesia no brilla
con luz propia, sino con la luz de Cristo. «La Iglesia está profundamente
convencida de ello: la luz de los pueblos no se irradia de ella, sino de su
divino Fundador: también, la Iglesia sabe muy bien que, reflejándose en su
rostro, esta irradiación llega a la humanidad entera». Así lo escribió en
comentario a la 'Lumen gentium' el teólogo belga Gérard Philips, que fue el
principal redactor de dicha constitución.
La percepción de la Iglesia como reflejo de la luz de Cristo une el Concilio
Vaticano II con los Padres de la Iglesia, que desde los primeros siglos
recurrieron a la imagen – retomada a menudo también por el Papa Francisco -
del 'mysterium lunae', el misterio de la luna.
Como la luna, «la Iglesia no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo»
(«fulget Ecclesia non suo sed Christi lumine»), dice san Ambrosio.
Mientras que para Cirilo de Alejandría «la Iglesia está penetrada por la luz
divina de Cristo, que es la única luz en el reino de las almas. Existe, pues,
solo una luz: en esta única luz resplandece también la Iglesia, que, sin
embargo, no es Cristo mismo».
Hace algunos años, el historiador italiano Enrico Morini, profesor
universitario de Historia del cristianismo y de las Iglesias de Oriente,
ofreció sus valiosas consideraciones sobre las cosas que unen el Concilio
Vaticano II con los primeros siglos del cristianismo. El último Concilio -
había señalado Morini en un discurso publicado en el sitio de información
eclesial editado por el periodista Sandro Magister - se mantuvo «en la
perspectiva de la más absoluta continuidad con la tradición del primer milenio»
la de «la Iglesia de los siete Concilios, todavía indivisa». Al promover la
renovación de la Iglesia – añadía Morini - «el Concilio no ha intentado
introducir algo nuevo –como respectivamente desean y temen progresistas y
conservadores– sino volver a lo que se había perdido».
Las observaciones de Morini fueron retomadas y ampliadas por el cardenal
Georges Marie Cottier (1922-2016), el gran padre y teólogo dominico que, como
teólogo de la Casa Pontificia, había servido a Juan Pablo II y a Benedicto XVI.
En uno de sus artículos publicados en agosto de 2011 en la revista ‘30Giorni’,
el cardenal Cottier afirmaba que consideraba como un “mito historiográfico” la
interpretación que ve la historia de la Iglesia «como una progresiva decadencia
y un alejamiento creciente de Cristo y del Evangelio», o otras interpretaciones
según las cuales «el desarrollo dogmático del segundo milenio no estaría
conforme con la Tradición compartida durante el primer milenio por la Iglesia
indivisa». Una vez hechas estas aclaraciones, el teólogo dominicano
identificaba lo que era el punto de plena correspondencia entre la percepción
de la Iglesia expresada en la 'Lumen gentium' y la ya compartida en
los primeros siglos del cristianismo. En ambos casos - subrayaba Cottier - «La
Iglesia no se presupone como un sujeto en sí
mismo, preestablecido. La Iglesia da por sentado que su presencia en el
mundo florece y permanece como reconocimiento de la presencia y de la acción de
Cristo». A partir de esta percepción, el cardenal extraía también
consideraciones valiosas sobre los criterios que deben guiar la misión de la
Iglesia a lo largo de la historia. «Si la Iglesia se percibe en el mundo como
reflejo de la presencia de Cristo – subrayaba Cottier -, el anuncio del
Evangelio no puede hacerse más que en el diálogo y en la libertad, renunciando
a cualquier medio de coerción, ya sea material o espiritual». Y la Iglesia también
puede pedir perdón – añadía el teólogo dominico - «no siguiendo modas de
honorabilidad mundana, sino porque reconoce que los pecados de sus hijos
ofuscan la luz de Cristo que ella está llamada a reflejar sobre su rostro».
En su discurso, citando también al Papa Ratzinger, el cardenal Cottier sugería
que era precisamente el reconocimiento del 'mysterium lunae' que genera la
Iglesia lo que podía liberar la acción apostólica de perspectivas erróneas y
asfixiantes, aquellas que parecen considerar la presencia de los cristianos en
el mundo como un «producto de estrategias y prescripciones». Quizás, en el
mundo actual – concluía Cottier -, sería más sencillo y confortante para todos
poder escuchar a pastores que hablan a todos sin dar por supuesta la fe. Como
reconoció Benedicto XVI durante su homilía en Lisboa el 11 de mayo de 2010,
“con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales,
culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual,
lamentablemente, es cada vez menos realista”».
por Gianni Valente - Agencia Fides