El jueves 25 de mayo, fue el último día de las jornadas nacionales de delegados de misiones y
directores diocesanos de Obras Misionales Pontificias en Alcalá, los misioneros
combonianos Juan Antonio Fraile y Jorge Naranjo expusieron a los participantes
un tema de triste actualidad: “Mártires en la Misión”. Se centraron en la
relación entre el martirio y la misión que la iglesia ha llevado a cabo en dos
contextos concretos: Sudán y la República Democrática del Congo. “Ambos
representan un modelo de lo que ha sido la misión en el siglo XX, el más
misionero de toda la historia de la Iglesia, si exceptuamos los primeros siglos
del cristianismo”, señalaron.
Tras constatar el mal estado de la
misión a principios del siglo XIX, examinaron las diversas causas que la
impulsaron de nuevo, sobre todo con destino al recién creado Vicariato
Apostólico de África Central. Las primeras expediciones misioneras tuvieron un
coste humano desproporcionado. 65 misioneros murieron en esta empresa, cuando en
la totalidad de África no se contaba con más de 200.
Un joven sacerdote, Daniel
Comboni, formó parte de una de aquellas expediciones misioneras marcadas por el
signo de la muerte, lo que inspiró su “Plan para la Regeneración de África” que
presentaría al Papa. En 1872 Comboni era nombrado responsable del Vicariato de
África Central. Su método de penetración y aclimatación más gradual comenzó a
dar sus frutos. En 1881 moriría en Jartum.
Ese mismo año un líder sudanés
llamado Mohammed Ahmed al-Mahdi uniría a las diferentes tribus árabes del país
para luchar contra el gobierno turco-egipcio que dominaba la zona. Se proclamó
el enviado divino para instaurar el gobierno de Dios sobre la tierra, que debía
imponerse mediante la jihad. Las misiones que había establecido Comboni fueron
destruidas y los misioneros capturados. Amenazados de muerte para que se
convirtieran al Islam, algunos perdieron la vida, otros permanecieron en prisión
durante años.
La llegada en 1898 del gobierno
colonial inglés permitió la vuelta de los misioneros, pero sólo se podía
anunciar el Evangelio en el sur. Por esta razón, la Iglesia floreció allí con
relativa facilidad. En 1956 se proclamó la independencia del Sudán, que entonces
comprendía también el sur. “El poder cayó en las manos de una élite árabe
musulmana”, explicaba Jorge Naranjo. “La guerra estalló entre el norte y el sur,
donde habitaban tribus negras que se sentían marginadas por el poder central y
que reaccionaron ante el intento de imposición de una cultura y una religión que
les era ajena. La Iglesia pasó a convertirse en un objetivo militar. Decenas de
misioneros, sacerdotes diocesanos y catequistas fueron asesinados, algunos tras
ser crucificados o despellejados vivos”. En 1962 el Gobierno islámico prohibía
la predicación, la catequesis y el bautismo de niños y jóvenes menores de 18
años. En 1964 todos los misioneros que trabajaban en lo que hoy es Sudán del Sur
eran expulsados. Solo pudieron permanecer los escasos sacerdotes y religiosos
locales.
Miles de personas huyeron y se
refugiaron en los países vecinos: Chad, Centroáfrica, Uganda, Etiopia, Kenya y
Congo. Algunos misioneros les acompañaron. Pero lo que parecía una gran
catástrofe para la Misión, se transformó en un don para las iglesias de los
países vecinos, pues vieron cómo llegaban muchos misioneros para ayudar en el
anuncio del Evangelio.
Uno de los destinos de los
misioneros expulsados fue el Congo. Sin embargo, en 1964 se declaraba la
“Rebelión de los Simba”, que provocó grandes matanzas y una de las mayores
persecuciones a la Iglesia en África. De nuevo varios misioneros fueron
torturados y asesinados, con escalofriantes testimonios. Hubo diócesis en las
que fueron asesinados sus obispos y la mayor parte del clero y religiosos y
religiosas, así como gran número de catequistas y cristianos. A pesar de todo lo
sufrido y de tanta muerte, los misioneros no abandonaron su misión. Al
contrario, una vez acabada la rebelión, muchísimos más se presentaron
voluntarios para ocupar las plazas dejadas por los caídos.
Juan Antonio Fraile explicaba que
“el martirio normalmente, no proviene de una acción espontánea. Es una decisión
tomada consciente y voluntariamente mucho tiempo antes. No es que se busque,
pero se sabe que puede ser la consecuencia de la fidelidad a la misión
encomendada”. Contó su propia experiencia de cómo, en el 2006, en medio de la
guerra, su comunidad se planteó si seguir o no. “Pudimos marcharnos huyendo de
la guerra, pero juntos decidimos que si Jesús nos había enviado a aquel lugar
para vivir con nuestros hermanos congoleños, teníamos que permanecer con ellos
en esos momentos de gran inseguridad y violencia. No queríamos morir ni nos
considerábamos ‘héroes’, pero éramos conscientes que el dar la vida era unos de
los precios con los que ‘se puede pagar’ la misión. Dios no pide a todos la
donación de la sangre, pero lo que si nos pide a todos es el ser ‘testigos’ allí
donde estemos”. El testimonio dado por tantos mártires provocó que mucha más
gente se acercara a Cristo y hoy la República Democrática del Congo es el país
con más católicos de África.
Ambos misioneros profundizaron
después en la relación entre martirio y misión en zonas de mayoría islámica.
Apuntaron como primera nota el esfuerzo educativo, entendido como testimonio. En
Sudán, este testimonio de profesionalidad y amor ha posibilitado la presencia de
la Iglesia en el campo educativo ininterrumpidamente hasta nuestros días y ha
sido un signo, durante los años de guerra civil, de que la convivencia entre
sureños y árabes del norte era posible y enriquecedora para ambos. Señalaron
cómo aprender el árabe, la cultura, la historia implica un renacimiento que sólo
es posible si se ama a aquellos a los que se va a servir. La experiencia de
aprendizaje – años de duro estudio - se convierte en testimonio, se convierte en
martirio. “La vida se da cada día, en cada decisión, en cada inmersión en una
cultura tan diferente de la propia. Es lo que experimentamos los misioneros que
trabajamos en territorios de mayoría islámica”.
La conclusión a la que llegaban
ambos misioneros era que “nuestro martirio como misioneros es mostrar que no
somos los imprescindibles, sino que solo Dios es el Imprescindible. No somos
nosotros las ‘Estrellas principales de la película’, somos meros operarios que
trabajan detrás de las bambalinas de una obra cuyo director es Dios y cuyo
protagonista principal es Jesús. Los actores secundarios son la gente y la
Iglesia con la que tenemos que trabajar. Con tal director y actores, seguro que
saldrá una obra maestra. Y la recompensa para el misionero por el ‘martirio’ de
su vida, será la gran alegría de haber podido participar en ella. Entonces
podremos decir con satisfacción: soy un siervo inútil que sólo ha hecho lo que
tenía que hacer”.(OMPRESS-MADRID)