Benedicto
XVI hizo llegar a los participantes en la Asamblea General de las Obras
Misionales Pontificias, reunida en Roma la semana pasada, el siguiente mensaje a
través del Prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, el
cardenal Ivan Dias:
“Estoy muy contento, Señor
Cardenal, de hacer llegar mi cordial saludo a Ud. y a los Directores Nacionales
de las Obras Misionales Pontificias, reunidos en Roma con ocasión de la Asamblea
General del Consejo Superior, que en su amplia representatividad quiere
manifestar concretamente “el aspecto universal y comunitario de la misión” (cfr.
Estatuto de las OMP, art. 36).
Deseo expresar sobre todo mi vivo
agradecimiento por la obra preciosa desarrollada para el sostenimiento de las
Iglesias particulares en su empeño de anunciar a Cristo a todas las naciones,
para que caminen a su luz. Toda la Iglesia, de hecho, es consciente de que para
poder llevar a cabo con eficacia tal servicio misionero es necesario que los
Pastores y los responsables de la grey de Cristo, junto con aquellos que están
llamados directamente a la actividad misionera, no dejen de beber de la fuente
del agua viva, que es Cristo.
El secreto de una evangelización
verdadera y eficaz está en el anhelo hacia la santidad. La Iglesia y el mundo
tienen una necesidad extrema de testigos que sean creíbles por el amor a Dios y
la santidad vivida. Es la contemplación del rostro de Cristo la que hace surgir
la pasión incontenible de proclamarlo y darlo a los demás y capacita para
reconocerlo presente en el rostro de los pobres y los marginados. Sólo si se es
conducido por el Espíritu es posible experimentar la profundidad del amor de
Cristo, del que surge la fecundidad de la misión y el testimonio, que debe
llenar la Iglesia y el mundo del buen olor de Cristo (cfr 2 Cor 2,14-15).
Oración, contemplación, imitación de Cristo constituyen el alma de toda
actividad apostólica, las únicas que permiten al apóstol -como escribía en la
Encíclica Deus caritas est- beber de “aquella primera fuente que es Jesucristo,
de cuyo corazón traspasado surge el amor de Dios” (n. 7). Aquí está la
metodología perenne de la actividad misionera. A cada cristiano se le pide ser
testigo creíble de este amor de Dios para hacer emerger la fascinación por el
Evangelio, hacer conocer y amar a la Iglesia y contribuir a la dilatación del
Reino de Dios. El verdadero misionero es el santo, y el mundo espera misioneros
santos.
El deber de anunciar a Cristo a
todos los pueblos representa ciertamente un enorme compromiso, que sobrepasa las
posibilidades humanas. Nosotros, sin embargo, sabemos que quien evangeliza es
Cristo y su Espíritu. Nosotros somos solamente sus colaboradores, conscientes de
que seremos anunciadores eficaces sólo si sabemos doblar las rodillas en oración
y tener las manos levantadas al cielo: en una palabra, si sabemos dejarnos
permear por el amor de Dios “recibido en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5).
Gracias a Dios, en todas las
Iglesias del mundo está presente y viva tal exigencia de santidad. Por eso,
sobre todo las Iglesias jóvenes piden ser ayudadas en la formación de los
presbíteros, de los religiosos, de las religiosas y de los seminaristas por
medio de personal cualificado e indispensables contribuciones económicas.
Particularmente precioso, a este respecto, es el papel llevado a cabo por las
Obras Misionales Pontificias, que en la Urbe dan soporte financiero a los
Colegios Pontificios y están igualmente empeñadas en la formación de los
candidatos al presbiterado y a la vida consagrada en las Iglesias de misión, en
la construcción y manutención de las estructuras formativas y en el
sostenimiento del personal dedicado a la formación.
Auguro que el especial Año
Sacerdotal, que yo mismo inauguraré el próximo 19 de junio, contribuirá a hacer
percibir cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en
la Iglesia y en la sociedad contemporánea. Estoy seguro, además, de que las
Obras Misionales Pontificias continuarán prestando su valiosa contribución para
que los presbíteros y las personas de vida consagrada sean, cada vez más,
pastores y misioneros según el corazón de Dios.
Con tales sentimientos y deseos,
mientras invoco la celestial intercesión de la Bienaventurada Virgen María,
Estrella de la Evangelización, le imparto de corazón, venerado Hermano, una
Bendición Apostólica especial, que con afecto extiendo a los Directores
Nacionales y a todos los que colaboran en el precioso trabajo de animación,
formación y cooperación misionera”.