P. Santos Paniagua,
OAR
Hoy día, y muy
especialmente desde Obras Misionales Pontificias, se tiene una idea
teológicamente clara de la universalidad de la Iglesia. Ninguna diócesis puede
encerrarse en sí misma ni limitarse a vivir sus propios problemas: tiene que
sentir la inquietud de Cristo y escuchar el mandato universal de ir por todo el
mundo. Sería muy pobre la mentalidad de un sacerdote o de un religioso que
careciera de esa visión universal y al que no le doliera la situación de tantos
hombres que todavía no conocen el mensaje de salvación y de liberación de
Cristo. Nos cansamos de repetir que toda la Iglesia es misionera y que esta
responsabilidad radica ya en el bautismo.
Lo sorprendente es
encontrar esta dimensión en una monja de clausura del siglo pasado y, además,
con una claridad tan meridiana. Es verdad que vive en un tiempo determinado, en
el que es intensa y casi exclusiva la verticalidad hacia Dios con el deseo de
salvar almas, pero no por ello deja de llamar la atención su universalidad. En
esta universalidad no sólo alcanza a todos los hombres —«El celo de una
carmelita debe abarcar el mundo» (Manuscritos, cap. X)—; es tan grande su
corazón que quisiera abarcar también todos los tiempos —«Quisiera ser
misionera, no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación
del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación de los siglos» (Ms. B
3rº)—.
Yo he sido misionero
durante muchos años, pero me resulta alucinante descubrir el espíritu de esta
mujer. Pensamos en el misionero poco menos que como un hombre heroico,
intrépido o como un quijote que se lanza a la aventura, o como alguien que
tiene una vocación muy especial reservada para unos pocos. A veces hasta nos
hacen creer que somos “distintos”, como si la misión dependiera sólo del
misionero o de la misionera que parte a tierras extrañas. Confieso que en
muchos momentos difíciles de mi vida de misión, recordando mis lecturas de
seminarista, pensaba en todos aquellos que me estaban apoyando con sus
oraciones; en aquellas religiosas de clausura que rezaban y se sacrificaban
para que yo fuera fiel al Señor y que la semilla creciera en aquel campo.
En santa Teresa del
Niño Jesús vemos, a contraluz, lo que realmente es una vocación misionera.
Identificada con Cristo, vive el amor apasionado de su causa y el deseo vehemente
de salvar almas. Todo ello lo hace con esa difícil sabiduría de convertir en
fácil y accesible lo que aparentemente resulta imposible. Ella misma se queda
sorprendida con su descubrimiento: «¡Al fin he hallado mi vocación! ¡Mi
vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me corresponde en el seno de la
Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón
de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así lo seré todo, así se realizarán
mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI).
UNA FAMILIA MISIONERA
Aunque la santidad no
se hereda, sí podemos decir que las circunstancias que nos rodean normalmente
van moldeando nuestra vida. Vivía Francia por aquel entonces un esplendoroso
espíritu misionero, que había penetrado en los hogares cristianos. Así, la
señorita María Paulina Jaricot, apoyada por su familia y sorteando mil
dificultades, concibe la idea madre de la Propagación de la Fe; monseñor Carlos
A. Forbin Janson funda la Obra de la Infancia Misionera; y, posteriormente, se
establece también la Obra de San Pedro Apóstol, impulsada por la entrega
generosa y la dedicación plena de Juana Bigard y de su madre, Estefanía.
Santa Teresa nace en
una casa donde se vive intensamente el espíritu, misionero. Los Martin-Guèrin,
sus padres, suspiran por tener un hijo misionero y, en compensación de este
deseo frustrado, ofrecen todos los años una buena limosna para la Propagación
de la Fe. Eran abundantes las oraciones y los sacrificios que se imponía esta
familia pidiendo a Dios la conversión de los pecadores.
Es emocionante leer el
testimonio que Teresa, la más pequeña de las hijas, nos ha dejado de sus
padres: «Ellos pidieron al Señor que les diese muchos hijos y que los tomara
para sí. Fue escuchando este deseo. Cuatro angelitos volaron para el cielo y
las cinco hijas que quedaron en la arena escogieron a Jesús por Esposo. Mi
padre, con un ánimo heroico, como un nuevo Abrahán, subió tres veces a la
montaña del Carmelo para inmolar a Dios lo que tenía de más querido. Primero
fueron sus dos hijas mayores... Después la tercera de sus hijas... en el
Convento de la Visitación... Al escogido de Dios no le quedaban más que dos
hijas: la una de dieciocho años, la otra de catorce. Ésta, Teresita, le pidió
volar al Carmelo, lo cual obtuvo sin dificultad de su padre. Cuando la hubo
conducido al puerto, dijo a la única hija que le quedaba: “Si quieres seguir el
ejemplo de tus hermanas, consiento en ello, no te preocupes por mí”. Más tarde,
él mismo dirá: “Dios sólo puede exigir un sacrificio como éste... Mas no me
compadezcáis, porque mi corazón rebosa de alegría”» (Manuscritos, cap. VII).
Eran muchas las obras de caridad que hacían, pero su mayor alegría y empeño
principal era la conversión de un pecador.
Estas ideas van
formando y conformando la personalidad de aquella niña: «El Señor me hizo nacer
en una tierra santa y como impregnada de un perfume celestial» (Manuscritos,
cap. I). Y en una carta a uno de sus “hermanos” misioneros añade: «Dios me ha
dado un padre y una madre más dignos del cielo que de la tierra» (carta al P.
Bellière). Nacida en este jardín, ella misma nos dirá más tarde: «Si hubiera
sido libre para disponer de mis bienes, me habría arruinado ciertamente, porque
no podía ver una persona en la miseria, sin darle en seguida cuanto necesitaba»
(Últimas conversaciones). A este propósito nos recuerda lo que hacía a sus ocho
años: «Sacaba de mi hucha algunas limosnas para entregarlas en determinadas
fiestas solemnes a la Obra de la Propagación de la Fe» (Manuscritos, cap.
III).
De interna en el
colegio de las benedictinas, le gustaba llevar una cruz llamativa que le hacía
recordar a los misioneros. Ella misma nos dice: «Me gustaba muchísimo asistir
con las religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención entre mis
compañeras por un crucifijo que Leonia me había regalado, y que llevaba
atravesado en el cinturón, como lo llevan los misioneros».
Podemos decir de ella
que fue una flor tan cuidada de Dios y de sus padres que desde sus primeros
años emprende el camino de la disponibilidad y de hacer siempre la voluntad de
Dios. Era tal su delicadeza que confiesa no recordar haber dicho nunca un no a
Jesús desde que tenía tres años.
UNA COMUNIDAD
MISIONERA
Hay una edad, la edad
de la adolescencia, en que todos, de una manera o de otra, buscamos o hemos
buscado nuestro “ídolo”; nos apasionan y nos ilusionan aquellas personas que de
alguna manera encarnan un ideal. A los 14 años,Teresita, amante de las lecturas
de los misioneros y misioneras, al terminar, de leer los Anales Misioneros de
la Propagación de la Fe, siente un vehemente impulso de imitar a aquellas
religiosas que han partido a la búsqueda de los que todavía no conocían a
Cristo. Las admira y comienza ya a sentir el deseo de hacerse religiosa de las
Misiones Extranjeras de París.
Le entusiasmaban
aquellas crónicas que tan bien sintonizaban con aquel hervor que bullía en su
interior. En un momento siente como un estallido en su corazón, y después de un
silencio profundo exclama: «¡Qué violento deseo siento de ser misionera! ¿Qué
sucedería si lo reavivase aún más con la visión directa de ese apostolado? Me
haré Carmelita... para sufrir más y con esto salvar más almas» (Consejos y
recuerdos).
A la edad de 15 años y
tres meses emprende la subida al Carmelo en el convento de Lisieux. Allí, efectivamente,
reaviva el deseo de ser misionera cuando escucha la historia del convento que
esa comunidad había fundado en Indochina, en la ciudad de Saigón, trece años
antes de nacer ella.
La historia es
conmovedora. Monseñor Domingo Lefebvre, vicario apostólico de Indochina, se
hallaba, a mediados del siglo XIX, por segunda vez en la cárcel de Hué.
Encadenado, como san Pablo, pasaba los días orando en espera del cumplimiento
de la pena de muerte a la que había sido condenado. Pedía al Señor la gracia de
un monasterio contemplativo, con un grupo de almas orantes que se inmolaran por
aquella misión para que cesasen las persecuciones tan horrendas y sangrientas
contra los misioneros de Annam. Así se lo pedía también constantemente a santa
Teresa de Ávila, de la que era muy devoto. «Un día —nos cuenta— se me apareció
la Santa y me dijo: “Establece un Carmelo en Annam: Dios será grandemente
glorificado”».
Pocos días después
recibe en la cárcel la grata noticia de que una prima suya ha profesado en el
convento de Lisieux con el nombre de Genoveva de la Inmaculada Concepción.
¡Dios iba abriendo camino en medio de aquella selva oscura! Inexplicablemente y
de forma providencial es liberado de su condena a muerte y se le otorga la
libertad.
No sólo se le habían
abierto las puertas de la cárcel, sino que también, a través de los signos,
había brillado un rayo de esperanza en medio de la tormenta de todos esos
grandes nubarrones. Pronto monseñor Lefebvre dirige una carta al convento de
carmelitas de Lisieux. Por aquel entonces estaba de priora la madre Genoveva de
Santa Teresa; otra santa, de la cual nos dirá santa Teresita que guardaba como
una reliquia el pañuelo en que había recogido su última lágrima. La respuesta
fue rápida y decidida. El 1 de julio de 1861 tres religiosas salían para
Indochina y el 15 de octubre de ese mismo año se inaugura el primer Carmelo de
Oriente en la ciudad de Saigón. Se cumple la promesa de santa Teresa, y Dios
fue “grandemente glorificado”, porque en poco más de cien años han brotado de
él unos cuarenta monasterios. Al celebrarse el primer centenario, un periódico
no católico de Saigón, Dong Nai, hacía este comentario: “Por los pecados y
delitos que cada uno de nosotros puede cometer, sabemos que hay una religiosa
encerrada en un monasterio de clausura que está expiando por nosotros”.
La semilla caía en
tierra buena y todos estos relatos enardecían más cada día esos vehementes
deseos que la joven religiosa sentía por la salvación de las almas. «Desearía
ser enviada al Carmelo de Hanoi para sufrir mucho por Dios. Si me curo,
quisiera ir allí para vivir enteramente sola, sin alegría ni consuelo alguno en
la tierra. Ya sé que Dios no necesita de nuestras obras, y aun estoy segura de
que allí no prestaría yo servicio alguno, pero sufriría y amaría. Esto es lo
que cuenta a los ojos de Dios» (Últimas conversaciones, 15 de mayo).
LAS LECTURAS
Alimentaba esta
aspiración permanentemente leyendo todo aquello que a sus manos llegaba
referente a las misiones y a los misioneros. La hermana mayor, sor María del
Sagrado Corazón, afirma de ella: “Leía con avidez la vida de los misioneros,
porque en ellos encontraba la expresión de sus propios deseos” (Sr. Marie del
S.C.). Y ella misma lo afirma en una carta que escribe al P. Roulland: «He
leído, después de vuestra partida, la vida de varios de vuestros misioneros [de
las Misiones Extranjeras de París]. Leí, entre otras, la de Teófano Venard, que
me interesó y emocionó sobremanera» (carta al P. Roulland).
Su corazón se
identificaba con los pensamientos y las acciones de los misioneros, vibraba con
ellos; así le acontece al leer la vida del joven mártir de Tonkín: «Reflejan
mis propios pensamientos, mi alma se parece a la suya» (Apéndice II). Los
mártires son siempre testigos elocuentes, que nos hablan con su vida hecha
palabra de fuego.
SENTIR CON LA IGLESIA
(La misión desde
dentro, desde el alma, desde la oración)
Santa Teresa de Ávila
nos deja como testamento la herencia del amor a la Iglesia, a la que ama y en
la que desea morir. Teresa de Lisieux vive en profundidad este amor. Tomando la
imagen de san Pablo, contempla a la Iglesia como ese cuerpo místico, con
diversos y distintos miembros, pero que participan todos de una misma vida, que
es Cristo. Todos debemos ser canales para que a todas las partes de ese cuerpo
llegue la savia de la sanación y la salvación.
Todos podemos ir
prendiendo en el mundo pequeñas lámparas con la luz que arde en nuestras vidas.
La madre Inés de Jesús —su hermana Paulina— nos cuenta esta confidencia: “Sor
María de la Eucaristía quería encender los cirios para una procesión. Mas no
disponiendo de cerillas, se acercó a la lamparilla que ardía ante las
reliquias. La encontró medio apagada, con un débil resplandor sobre la mecha
carbonizada. Logró, con todo, encender su vela y con ella pudo dar fuego a
todas las de la Comunidad... Fue aquella llama, casi extinguida, la que produjo
aquellas bellas luminarias, las cuales, a su vez, podrían comunicarse a otras
infinitas e iluminar el mundo entero... Y todo se debería a la primera
lamparilla que originó este incendio. Lo mismo sucede con la comunión de los
santos. Frecuentemente, sin que lo sepamos, las gracias y bienes que recibimos
son debidas a un alma escondida, porque el Señor, en su bondad, quiere que los
santos se comuniquen recíprocamente la gracia por medio de la oración...
Cuántas veces he pensado que todas las gracias que he recibido se las debo a la
oración de un alma que pudo pedir por mí a Dios y a la que yo conoceré
solamente en el cielo" (Últimas conversaciones, 15 de julio).
«La caridad me dio la
clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de
diferentes miembros, no podía faltarle el más necesario, el más noble de todos
los órganos; comprendí que tenía un corazón, y que este corazón estaba abrasado
de amor; comprendí que el amor únicamente es el que imprime movimiento a todos
los miembros, que si el amor llegase a apagarse, ya no anunciarían los
apóstoles el Evangelio, y rehusarían los mártires el derramar su sangre.
Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo,
que abarca todos los tiempos y lugares porque es eterno. Y exclamé en un
transporte de alegría delirante: ¡Oh Jesús, Amor mío, al fin he hallado mi
vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, hallé el lugar que me correspondía en el
seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en
el corazón de mi madre la Iglesia seré yo el amor... Así lo seré todo, así se
realizarán mis anhelos» (Manuscritos, cap. XI).
Su vivir es Cristo y
para Cristo. Ha encontrado su razón de ser en plenitud. Su vida y su muerte,
sus alegrías y dolores...; le da igual, porque todo ha sido ofrecido, desde el
amor, a fin de ganar almas para Cristo. De ella, y con toda exactitud, podemos
decir que “en poco tiempo, hizo grandes cosas”.
CON LOS SACERDOTES
MISIONEROS
Hoy, casi todas las
misiones, de un modo u otro, participan de algún tipo de “hermanamiento”,
sintiéndose apoyadas espiritual y materialmente por aquellas comunidades o
grupos que viven la inquietud misionera. Santa Teresa del Niño Jesús hizo de su
vida una respuesta, y una entrega generosa de su vida de oración y de sus
muchos sacrificios, ofreciendo sus dolores para aliviar a los misioneros. Al
entrar en el Carmelo es plenamente consciente de que lo hace «para salvar las
almas y especialmente para orar por los sacerdotes» (Manuscritos, cap. VII).
«Estoy convencida—nos dirá más tarde— de la inutilidad de los remedios que tomo
para curarme. Pero me las he arreglado con Dios para que se aprovechen de ellos
los pobres misioneros, que ni tienen tiempo ni medios para curarse. Pido a Dios
que los cuidados que a mí me prodiguen les curen a ellos» (Apéndice II).
Le apasiona la idea de
considerarse hermana espiritual de los misioneros. Su “Santa Madre Teresa”
—como ella la llamaba— le concede, en 1895, la gran alegría de confiarle a sus
oraciones y sacrificios la vocación misionera de Mauricio Bellièr, joven
seminarista de los Padres Blancos, que posteriormente sería misionero en
África. Un segundo hermano misionero fue el P. Roulland, de las Misiones
Extranjeras de París, quien antes de partir a las misiones de China, mantuvo
una larga conversación con ella en el locutorio. De esta manera vivía cada día
con mayor intensidad los éxitos y las dificultades de los sacerdotes que
trabajaban en esos campos alejados, entre aquellos que todavía no conocían la verdad
del Evangelio, y por quienes tanto rezaba y se sacrificaba.
La misión no le era
una cosa lejana. Las lecturas y, especialmente, la correspondencia con estos
sus dos hermanos misioneros mantenían siempre vivo el fuego que en su interior
ardía por la evangelización de esos pueblos, lejanos en la distancia, pero muy
cercanos en la capilla y en todas las estancias del convento, dondequiera que
ella se hallase. El recuerdo de sus hermanos estaba siempre presente. Un día la
veían caminar con mucha dificultad por .el jardín, tratando de disimular el
dolor en su rostro y, después de contemplarla e interpretar su cansancio, una
de sus hermanas de comunidad la invitó a sentarse. «¿Sabe lo que me da fuerzas?
—contestó—. Pues ando por un misionero. Pienso que allí, muy lejos, puede haber
alguno casi al cabo de sus fuerzas en sus excursiones apostólicas, y para
disminuir sus fatigas, ofrezco las mías a Dios» (Apéndice II). Se conservan
dieciséis cartas dirigidas a los que eran su prolongación en esos países. Era su
gozo y felicidad el participar en sus penas y alegrías, el contribuir a
santificar su alma y salvar las de los otros. En todas nos ha dejado la
transparencia de un corazón abrasado por la sed de que todos conozcan la Buena
Nueva y de que los misioneros se santifiquen en sus tareas evangelizadoras. En
aquella tarde lluviosa, 30 de septiembre, en que la agonía se prolongaba, le
decía a la madre priora: «¡Madre mía! Os aseguro que el cáliz está lleno hasta
los bordes. No, jamás hubiera creído que era posible sufrir tanto... No puedo
explicármelo sino por mi deseo máximo de salvar almas...».
MISIONERA DESDE LA
ETERNIDAD
(«Yo no muero, yo
entro en la vida»)
Un alma contemplativa
es un anuncio escatológico de la vida que entra en la eternidad. Su vivir,
alabando a Dios y conformándose con lo mínimo imprescindible, es una senda de
santidad para esas vocaciones especiales a las que Dios retira del mundo para que,
consagradas en plenitud y radicalidad a Él, vivan, en actitud de súplica, la
inmolación de su vida ofrecida por la salvación de todos los hombres. En los
conventos de clausura sólo se oye el eco de Dios, el deseo de Dios. Se vive
para Él; identificadas con sus propios deseos, estas almas escogen la vocación
del amor, que «encierra todas las vocaciones..., que abarca todos los tiempos y
lugares porque es eterno» (Manuscritos, cap.,XI), porque «el más pequeño
movimiento de puro amor es más útil a la Iglesia que todas las demás obras
juntas» (carta al P. Roulland).
Un día, la madre Inés
de Jesús le enseñó un pasaje de los Anales de la Propagación de la Fe donde
aparecía una santa junto a un niño recién bautizado, y al verlo exclamó: «Más
adelante yo bajaré con ella, junto a los niños bautizados» (Últimas
conversaciones, 15 de junio).
En una de las cartas
que escribe al P. Roulland, presintiendo ya que su salud se hallaba
resquebrajada, le hace esta confesión: «Con gozo le anuncio mi próximo ingreso
en el cielo... Lo que me atrae a la patria celeste es la esperanza de amar
finalmente a Dios de la manera que tanto he deseado y el pensamiento de que
podré hacerlo amar de una muchedumbre de almas que lo glorificarán
eternamente.»
En su tumba de Lisieux
leemos, como epitafio, una de las últimas frases que le escucharon poco antes
de su muerte: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra».
PATRONA DE SAN PEDRO
APÓSTOL
Teresa de Lisieux
nunca salió de clausura, ciertamente; sin embargo, se hace presente con sus
oraciones y sacrificios en todas las misiones del mundo, y es tan grande su
deseo que quiere ser misionera desde la creación y seguir siéndolo hasta «la
consumación de los siglos». En su corazón, abierto hacia el Infinito, caben
todos, sin límites de tiempo.
«He pedido la gracia
de hacer el bien después de mi muerte, y ahora estoy segura de haberla
conseguido porque por medio de esta Novena [que hizo a san Francisco Javier] se
obtiene todo aquello que se desea» (Sr. Marie del S.C.).
El Papa Pío XI, a
quien se le ha conferido el título de “Papa de las Misiones”, declara a santa
Teresa del Niño Jesús Patrona y Protectora a perpetuidad de la Obra de San
Pedro Apóstol el día 29 de julio de 1925; posteriormente, el 14 de diciembre de
1927, es declarada también Patrona principal de todas las misiones y de todos
los misioneros y misioneras del mundo, al igual que san Francisco Javier, “por
razón del grandísimo ardor y celo que la consumía por dilatar la fe” (AAS,
XX-1928).
Pasado ya el primer
centenario de tu muerte, tu «ingreso en el cielo», volvemos nuestra mirada
hacia ti, Patrona de la Obra de San Pedro Apóstol. Nos enfrentamos al reto de
la “nueva evangelización”. Hemos traspasado el umbral del Tercer Milenio,
enrojecido con la sangre de los mártires que han permanecido fieles en su
misión junto a los más pobres y desheredados. Hemos entrado en él con un nuevo
desafío: LAS VOCACIONES NATIVAS. No queremos eludir nuestra responsabilidad:
sabemos que nos exige sacrificios, oraciones y generosidad; pero también
deseamos contar contigo, que nos prometiste: «Quiero pasar mi cielo haciendo
bien en la tierra».
(Illuminare,
nº 340, abril 1997